miércoles, 24 de noviembre de 2010

TESTIMONIO

Nací en una familia cristiana, rodeada de amor y seguridad. Mis padres fueron un gran ejemplo para mí, - como padres, como cristianos y como matrimonio (si hubo desavenencias entre ellos, que las hubo, jamás dejaron que sus hijos las sufriesen, ni siquiera que las intuyesen). Crecí creyendo que el amor en el matrimonio se basaba en el respeto, en el compañerismo, en la admiración y apoyo mutuos, y que el compromiso del matrimonio era para siempre.

Y así, con este convencimiento, me casé yo. Creía que mi futuro marido sería capaz de superar los complejos que le hacían sentir inferior; la ira que le embargaba cuando algo no era de su gusto o, aún peor, cuando le sobrevenía un ataque de celos porque me había ido a tomar café y tarta con mis compañeros y mi profesora para celebrar su cumpleaños, o porque me había visto charlando con algún antiguo compañero del instituto. Cualquier cosa era motivo suficiente y justificado para hacerle estallar. Yo aún era muy joven durante nuestros años de noviazgo y, desgraciadamente, no supe leer las señales de alarma. Tampoco hablé de ello con mis padres ni con ningún otro adulto. Pensaba que probablemente juzgarían mal a mi novio, que no entenderían que en realidad él no quería ser así; que después de haberme arrastrado del brazo por la calle, tirado del pelo, gritado, o haberme “regalado” insultos como “eres una mierda”, se deshacía en llanto pidiéndome perdón cuando yo adoptaba una actitud firme… que no duraba mucho ante tanta lágrima.

El caso es que, durante el año previo a la boda, él pareció experimentar un cambio que me hizo tener esperanza y llegar al día de nuestro enlace sinceramente ilusionada. ¡Qué ingenua! La pasión que este “individuo” parecía haber sentido por mí durante los años de noviazgo se esfumó al poco tiempo de haber conseguido, por fin, hacerme suya. Pronto empezaron las mentiras. Compraba cosas que supuestamente no nos podíamos permitir, pero él siempre tenía una historia que contar para justificarse. Con las mentiras y mis discretas objeciones y preguntas, también llegaron los insultos y las vejaciones: “Tú no sirves para nada”, “estás neurótica”, “qué rarita eres”, o “estás añeja, sólo podrías gustarle a los viejos”, etc. etc. A menudo me chantajeaba si no hacía lo que él quería: “si no llamas a “fulanito” y le haces “tal” propuesta (yo me encargaba de buscarle clientes para su trabajo, que él realizaba en casa) de aquí no sales”, y cerraba la puerta de la calle con llave, sabiendo que mi familia me estaba esperando para celebrar el cumpleaños de mi padre. El caso es que, a menudo, tales “propuestas” eran de una ética más que dudosa. Poco a poco mi autoestima se fue desintegrando. Con el tiempo, la cosa fue a peor. Ese individuo que era mi marido llegaba a casa a altas horas de la madrugada y desaparecía durante fines de semana porque necesitaba “pensar” y “encontrarse a sí mismo.” Entonces empezó a disfrutar jugando al gato y al ratón, dejando por la casa evidencias de sus aventuras amorosas (ropa interior femenina en su bolsa de deporte, negativos de fotos de una mujer desnuda, etc.) y llamándome “loca celosa” cuando yo las descubría y le pedía explicaciones. Y yo, encima, me sentía culpable, creyendo que la razón por la que mi marido buscaba “amor” en otras mujeres era que yo le fallaba, que no era lo suficientemente buena como mujer y como esposa. El hecho de que él me repitiera en varias ocasiones que “yo no era normal” y me comparase con otras, acabó por minar seriamente mi dignidad como mujer.

Pero, finalmente, pude salir de esa pesadilla. No sin daños, desde luego. Me costó mucho tiempo recomponer las piezas rotas que este matrimonio dejó en mi vida. Tuve que empezar de cero, en todos los sentidos. Sin la ayuda de Dios y de mi amada familia jamás lo habría conseguido, y hoy sería una mujer deshecha, frustrada, insegura, deprimida… como tantas hay, por desgracia. Las cicatrices están ahí, pero la herida está curada, y dejó de doler hace mucho tiempo.

Todo habría sido diferente si, en su momento, hubiera hablado con mis padres, o con alguna otra persona adulta. Ellos me habrían aconsejado sabiamente, y quizá no habría tenido que pasar por tanto sufrimiento. Siempre se dice que “uno no escarmienta en cabeza ajena.” Sin embargo, espero que este pequeño testimonio pueda servir de algo a mujeres que se encuentren en la misma situación en la que yo estuve años atrás. Miro al pasado y puedo decir que es posible salir de ese negro y profundo agujero y recuperar la dignidad, la confianza y las ganas de vivir que alguien nos arrebató en algún momento de nuestras vidas.



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